Como la mayoría
de la gente, cuando vi por primera vez a Marlon Brando en el escenario, no
mucho después de que finalizara la segunda guerra mundial, nunca había oído
hablar de él. La obra era Truckline Café,
una pieza fallida de Maxwell Anderson que duraría muy poco en cartel y que no
deparaba precisamente un debut prometedor para un actor ambicioso. El decorado
es un mísero café al lado de una carretera rural. En la versión que vi (algo diferente
de la publicada), el local está vacío y muy mal iluminado, y la acción sucede
pasada la media noche. Hay un mostrador y unas pocas sillas con la tapicería
desgastada. Entonces se oye el sonido de un automóvil que se detiene en el
exterior. Poco después entra un joven con una chaqueta de cuero raída y una
gorra, seguido por una muchacha de aspecto cansado. El joven avanza hasta el
centro del escenario y mira a su alrededor en busca de alguna señal de vida.
Durante largo tiempo no dice absolutamente nada y se limita a permanecer allí,
en pie y con esa postura desgarbada que uno adquiere tras pasarse horas al
volante. El momento se alarga mientras trata de decidirse a hacer algo, y es
evidente que se le va agotando la paciencia. No ha sucedido nada, el joven ni
siquiera se ha movido, pero el público, entre el que me encuentro, ya se siente
fascinado con sólo verlo. Otro actor habría suscitado impaciencia, pero estamos
en poder de Brando, leemos su mente, ésta nos habla aunque no distingamos con
claridad lo que está diciendo. Como un animal que se ha deslizado fuera de su
jaula, el tipo está preñado de posibilidades. ¿Es peligroso? ¿Amigable?
¿Estúpido? ¿Inteligente? Sin pronunciar una sola palabra, el actor que es
Brando ha provocado en el público toda una gama de posibilidades emocionales,
entre las que, curiosamente, figura cierto temor. Al final pregunta: “¿Hay
alguien ahí?”. ¡Qué alivio! No ha destrozado a tiros el local. No ha arrojado
las sillas a uno y otro lado. Lo único que quería, al parecer, era un
bocadillo.
Me sería imposible explicar cómo
Brando, sin decir una sola palabra, hizo lo que hizo, pero lo cierto es que
encontró, sin duda por instinto, la manera de superar una paradoja: nos había
amenazado implícitamente, y acto seguido nos había perdonado. Allí estaba
Napoleón, allí estaba César, allí estaba Roosevelt. Brando no había pedido al
público que se limitara a amarlo, pues eso no es más que ejercer fascinación,
sino que le había insuflado el deseo de que él se dignara amarlo, y eso sólo lo
consigue una estrella. Tanto en el escenario, como fuera de él, hay un poder
que, en su esencia, no difiere del poder capaz de dirigir a las naciones.
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