jueves, 3 de enero de 2013

Sobre la política y el teatro





Como la mayoría de la gente, cuando vi por primera vez a Marlon Brando en el escenario, no mucho después de que finalizara la segunda guerra mundial, nunca había oído hablar de él. La obra era Truckline Café, una pieza fallida de Maxwell Anderson que duraría muy poco en cartel y que no deparaba precisamente un debut prometedor para un actor ambicioso. El decorado es un mísero café al lado de una carretera rural. En la versión que vi (algo diferente de la publicada), el local está vacío y muy mal iluminado, y la acción sucede pasada la media noche. Hay un mostrador y unas pocas sillas con la tapicería desgastada. Entonces se oye el sonido de un automóvil que se detiene en el exterior. Poco después entra un joven con una chaqueta de cuero raída y una gorra, seguido por una muchacha de aspecto cansado. El joven avanza hasta el centro del escenario y mira a su alrededor en busca de alguna señal de vida. Durante largo tiempo no dice absolutamente nada y se limita a permanecer allí, en pie y con esa postura desgarbada que uno adquiere tras pasarse horas al volante. El momento se alarga mientras trata de decidirse a hacer algo, y es evidente que se le va agotando la paciencia. No ha sucedido nada, el joven ni siquiera se ha movido, pero el público, entre el que me encuentro, ya se siente fascinado con sólo verlo. Otro actor habría suscitado impaciencia, pero estamos en poder de Brando, leemos su mente, ésta nos habla aunque no distingamos con claridad lo que está diciendo. Como un animal que se ha deslizado fuera de su jaula, el tipo está preñado de posibilidades. ¿Es peligroso? ¿Amigable? ¿Estúpido? ¿Inteligente? Sin pronunciar una sola palabra, el actor que es Brando ha provocado en el público toda una gama de posibilidades emocionales, entre las que, curiosamente, figura cierto temor. Al final pregunta: “¿Hay alguien ahí?”. ¡Qué alivio! No ha destrozado a tiros el local. No ha arrojado las sillas a uno y otro lado. Lo único que quería, al parecer, era un bocadillo.

            Me sería imposible explicar cómo Brando, sin decir una sola palabra, hizo lo que hizo, pero lo cierto es que encontró, sin duda por instinto, la manera de superar una paradoja: nos había amenazado implícitamente, y acto seguido nos había perdonado. Allí estaba Napoleón, allí estaba César, allí estaba Roosevelt. Brando no había pedido al público que se limitara a amarlo, pues eso no es más que ejercer fascinación, sino que le había insuflado el deseo de que él se dignara amarlo, y eso sólo lo consigue una estrella. Tanto en el escenario, como fuera de él, hay un poder que, en su esencia, no difiere del poder capaz de dirigir a las naciones.

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