lunes, 9 de mayo de 2016

En el tranvía ovárico

La delicia mayor, pero rara, era caminar por las calles a solas… caminar por las calles de noche, cuando estaban desiertas, y reflexionar sobre el silencio que me rodeaba. Millones de personas tumbadas boca arriba, muertas para el mundo, con las bocas abiertas y emitiendo sólo ronquidos. Caminar por entre la arquitectura más demencial que jamás se haya inventado, preguntándome por qué y con qué fin, si todos los días tenía que salir de aquellos cuchitriles miserables o palacios magníficos un ejército de hombres deseosos de desembuchar el relato de su miseria. […] Yo conocía a gente bastante para poblar una ciudad de buen tamaño. ¡Qué ciudad, si se los pudiera reunir a todos juntos! ¿Desearían rascacielos? ¿Museos? ¿Bibliotecas? ¿Construirían también alcantarillas, puentes, vías férreas y fábricas? ¿Harían las mismas cornisas de hojalata, todas iguales, una, otra y otra ad infinitum desde Battery Park hasta Golden Bay? Lo dudo. Sólo el aguijón del hambre podría hacerlos moverse. El estómago vacío, la mirada feroz en los ojos, el miedo, el miedo a algo peor, los mantenía en movimiento. Uno tras otro, todos iguales, todos incitados hasta la desesperación, aguijoneados por el hambre para construir los rascacielos más altos, los acorazados más temibles, fabricar el mejor acero, el encaje más fino, la cristalería más delicada. Caminar con O’Rourke y no oír hablar sino de robos, incendios provocados, violaciones, homicidios, era como oír un pequeño motivo de una gran sinfonía.

- Henry Miller

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